He vuelto. Nueve meses entre el comienzo y fin de
obra, mas otro mes de lucidos, pintura, limpieza y mudanza. Total diez meses
fuera de casa, casi un año. Un parto largo, complicado y doloroso, para qué
vamos a engañarnos. Cada vez que veo ese programa de televisión, ahora
regional, en el que los dueños enseñan sus casas y cuentan, con esa sencillez y
naturalidad bobalicona característica de quien no le importa lucir esa parte de
su aparente intimidad en público, la elección de materiales, distribución, muebles
y por supuesto, ese detalle que estaba y se dejó porque formaba parte de
la singularidad del inmueble -un molino entero de piedra en medio de la cocina
por ejemplo-, se me hincha la vena del cuello. No conozco experiencia más
desagradable que bregar con ayuntamiento, técnicos, alarifes artistas (o sea, los
albañiles) y demás subcontratados (autodenominados profesionales del pladur,
pintura, electricistas, aluminio...etc). Esta parte no sale en el programa,
ni en la vida real. No sale porque lo que se expone es una falsa intimidad, es
sólo postureo. La intimidad no es algo que se puede añadir, por ejemplo a una
habitación, a fuerza de colocar en ella tales o cuales detalles, colores o
muebles. Nuestros íntimos son los que conocen nuestra ruina o desgracias. Lo
más íntimo de una vivienda son las estructuras invisibles que hacen que se
sostenga en pie. Paralelamente, una vivienda -que es,antes que un edificio,un
modo de vida- no es digna por nada de lo que en ella se muestra explícitamente,
sino por haber sido erigida, reformada o rehabilitada de acuerdo con una regla
invisible -la que dirige secretamente las pautas del modo de vida de sus
moradores- que la hace deseable. Bueno, pues explícale tú esto a los artistas.
Como después de los partos complicados, no obstante, la criatura crece y nos
gusta como ha quedado.
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