En
España la impunidad es una categoría ontológica y, más incluso, una
forma de vida. Aquí hay gente que nace inocente y otra gente que nace
impune, lo cual no es lo mismo ni parecido sino más bien lo contrario.
Un pobre hombre se pregunta en voz alta no ya quién mató a su padre sino
cuántos algarrobos abona su cadáver en una cuneta y le dicen que se
calle, que eso fue hace mucho, no vaya a joder la concordia entre
vecinos. Como él hay otros ciento trece mil españoles que el Día de los
Muertos ya pueden ponerse a jugar al Buscando a Wally en
versión subterránea que les va a dar igual, que por lo menos otros
ciento trece mil españoles se descojonan vivos porque saben exactamente
debajo de qué piedra y en qué cuneta. Hasta en Europa le han dicho que
se joda porque saben de sobra que no es bueno meterse en nuestras cosas,
que los españoles nos pasamos así el rato, entre lágrimas y carcajadas,
entre la picaresca y la guerra civil, y si nos aburrimos pues nos vamos
a los toros o le pegamos un tiro a un ciervo y luego nos colgamos los
cojones en la cabeza, que también da mucha risa.
Este
carácter ciclotímico del español, que se alegra de la muerte y se
amarga de la vida, se percibe muy bien en nuestros chistes (la mayoría
son de guardar luto) y en nuestras fiestas populares, donde nos sabe a
poco arrojar una cabra de un campanario y a veces sacamos una motosierra
para cortarle la corbata al novio y se nos va la mano y lo decapitamos,
como si fuese el pueblo de Gila. También parece cosa de Gila la juerga
del Madrid Arena, que termina con cinco niñas muertas y aquí no ha
pasado nada, señora, si no le gusta, váyase del pueblo. Hay que ser muy
español, pero mucho, para decirle a esas cinco familias que han visto el
video del túnel reventando a presión como una lata de guisantes que la
culpa fue del chachachá, que circulen y que a ver si en la próxima niña
tiene usted más cuidado, señora.
Pones
a los irresponsables de la comisión de investigación del Madrid Arena a
resolver el magnicidio de Dallas y concluyen que no había un tirador ni
dos, que Kennedy murió de un estornudo. Juntas los dos casos, el de las
cunetas y el del pasillo, y queda España reducida a un cuello de
botella, una tragedia en dos actos donde en el primero hay demasiados
muertos y en el segundo demasiado pocos. Hombre, no vamos a ponernos a
cavar ahora medio país con la que está cayendo y tampoco vamos a
molestar al forense por sólo cinco niñas que encima eran pobres. Llega a
partirse una uña en la fiesta del Madrid Arena la hija de algún pez
gordo y se caga la perra, van dimitiendo en fila desde la alcaldesa
hasta el conserje del vicealcalde y su primo también, por si acaso.
Aparte
de en los cargos públicos, aquí la impunidad también viene incluida en
los uniformes, como a esa señora a la que los Mossos le arrancaron el
ojo con una pelota de goma y todavía le van a hacer pagar la pelota. No
es de extrañar que Díaz Ferrán se enfade cuando lo empuran sólo por unos
millones de nada: se llega a enterar antes y se dedica al asesinato.
David Torres (Público, 5 de diciembre 2012).
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